Urban Volcano

Ficción de Börkur Sigurbjörnsson

Caminé a lo largo del portal tirando de la bicicleta. Cuando llegué a la puerta de casa vi que alguien había dejado una nota entre la puerta y el marco. Cogí aquel papel doblado y leí la nota, escrita con una cuidada caligrafía: «Se me han caído unas bragas negras a tu patio. La vecina del 5.º 3.ª».

El joven de la bicicleta — Ilustración de Yana Volkovich
Ilustración de Yana Volkovich

Entré a casa, dejé la bicicleta en el patio y recogí las bragas negras que había en el suelo. Según rezaba el mensaje, se le habían caído del tendedero a la vecina, a la vecina de la puerta tres de la quinta planta.

Mientras esperaba al ascensor, pensé que era la primera vez que lo usaba. En el año que había pasado desde mi traslado a Barcelona, nunca había tenido una excusa para ir a ver a los vecinos de las plantas superiores. Me di cuenta de que, de hecho, no sabía ni quiénes eran. Conocía a algunos de vista y los saludaba cuando me cruzaba con ellos en el vestíbulo, pero no tenía ni idea de sus nombres. Sus nombres reales, quiero decir. Porque había ido asignando nombres descriptivos a algunos de ellos, para poder distinguirlos. Estaban el marido y la mujer que parecían hermanos, el hombre viejo del bastón, la mujer que siempre me preguntaba si había estado en el extranjero porque no me había visto durante un tiempo, la pareja de ancianos con los nietos, etc. Sentía vergüenza por no saber más que sus nombres descriptivos, y no sus nombres reales.

Salí del ascensor en la quinta planta y llamé al timbre de la tercera puerta. Nadie la abrió, pero al otro lado un perro ladraba con entusiasmo. Me pregunté si estaba intentando decirme que volviese más tarde o si me invitaba a que me marchase para no volver. No tenía ni idea. ¿Qué sabía yo del lenguaje canino?

Estaba a punto de irme cuando la puerta del quinto segunda se abrió. Salieron al pasillo una mujer mayor, con una peluca torcida, y detrás de ella una mujer algo más joven en albornoz. Las había visto anteriormente pero no tenía ningún nombre descriptivo para ellas; y menos nombres reales.

–¡Hola, chico! –saludó la mujer mayor de la peluca torcida. Y se volvió a la mujer algo más joven del albornoz–. Es el joven al que se le cayó la botella de vino en el ascensor –le explicó.

–No –respondió la mujer algo más joven del albornoz–, es el joven de la bicicleta.

–¿El joven de la bicicleta? –preguntó la mujer mayor de la peluca torcida, sin saber exactamente a quién se estaba refiriendo.

–Sí, el joven de la bicicleta –repitió la mujer algo más joven del albornoz–. El joven que vive abajo, el extranjero con perilla.

–¡Ah, sí! ¡El joven de la bicicleta! –La mujer mayor de la peluca torcida había visto la luz–. Creía que era el joven al que se le cayó la botella de vino en el ascensor, pero tienes razón, es el joven de la bicicleta.

Asentí torpemente con la cabeza y sonreí. Supuse que tenía razón. Podría ser el joven de la bicicleta: era relativamente joven y usaba una bicicleta para moverme por la ciudad. Y podría ser también el extranjero con perilla que vivía en el piso de abajo.

Una vez me identificaron acertadamente, el pasillo quedó en silencio. Las mujeres me miraban como esperando algo. Supuse que ahora me tocaba explicar qué hacía yo allí, en las plantas superiores del edificio.

–He venido a devolver las bragas a la mujer que vive en el quinto tercera –les expliqué, y alcé la mano para mostrárselas.

Tan pronto como escuché aquellas palabras salir de mi boca, me di cuenta de que no eran muy adecuadas. Se podían malinterpretar fácilmente, y dar una imagen bien distinta de la realidad. Me ruboricé. El pasillo quedó en silencio de nuevo y las mujeres clavaron sus ojos en mí, ansiosas por escuchar qué más tenía que contar.

–Mmm… quiero decir que… se le han caído las bragas del tendedero –balbuceé–. Las he encontrado en el suelo de mi patio.

–Es la morena del perro –dijo la mujer algo más joven del albornoz a la mujer mayor de la peluca torcida.

–¿Qué? –preguntó la mujer mayor de la peluca torcida.

–Son las bragas de la morena del perro –le aclaró la mujer algo más joven del albornoz.

–¿Cómo? –preguntó de nuevo la mujer mayor de la peluca torcida, que no entendía muy bien lo que estaba pasando.

–Sí, a la morena del perro se le cayeron las bragas mientras tendía la ropa y fueron a parar al patio del joven de la bicicleta.

La mujer mayor de la peluca torcida asintió con la cabeza. Parecía que empezaba a entender qué hacía yo allí arriba. Me tranquilizó ver que todo se había aclarado y me dispuse a bajar. Dije adiós a las mujeres y acompañé mis palabras –tal vez desafortunadamente– con la mano en la que tenía las bragas.

–Dame las bragas –dijo la mujer algo más joven del albornoz, y me las quitó de la mano–, se las devolveré a la morena del perro.

No sabía qué hacer. Hubiese preferido devolver las bragas a su dueña yo mismo, sin la ayuda de un intermediario, y menos de la mujer algo más joven del albornoz. No sabía si era adecuado pedir a la mujer algo más joven del albornoz que me devolviese las bragas. Por lo tanto, me despedí de nuevo y volví a casa. Mi trabajo había terminado. La mujer algo más joven del albornoz devolvería las bragas a su dueña, según ellas la morena del perro.

Me sobresalté cuando oí el sonido del timbre. Me levanté del sofá y apagué la tele. Al parecer, me había quedado dormido mientras veía las noticias. Me acerqué a la puerta, la abrí y vi a una mujer morena con un perro.

–Buenas tardes, soy la vecina del quinto tercera –dijo la morena del perro.

–Uuaaah –bostecé y pensé: «Esta debe ser la morena del perro».

–Se me ha caído ropa a tu patio.

Sí, las bragas negras. No estaba seguro de cómo reaccionar ante aquella situación. No sabía cómo decirle que ya no las tenía.

–No las tengo –le contesté, sabiendo que había sido demasiado escueto, pero sin saber cómo continuar.

–¿Cómo? –me preguntó la morena del perro, sorprendida. Necesitaba una explicación.

–Las tiene la mujer del quinto segunda –le respondí, ruborizado. Si la mujer algo más joven del albornoz no hubiese cogido las bragas, esto no estaría pasando.

–¿Cómo? –repitió la morena del perro.

No podía culparla por no entender la situación, porque era verdaderamente complicada. Si al menos supiese cómo explicarle lo que había ocurrido. No sabía si ella entendió de quién le estaba hablando, pero no encontré la manera de describirle con más detalle la mujer algo más joven del albornoz. Obviamente, no me podía referir a ella como la mujer algo más joven del albornoz, porque supuse que era una coincidencia que fuese vestida así cuando la conocí.

–¿La mujer del albornoz? –me preguntó la morena del perro.

¡Exacto! La morena del perro había solucionado el caso. Al parecer, no hubiese sido del todo inadecuado describirla como la mujer del albornoz.

–¡Exacto! –le respondí, feliz de que la cosa se empezase a aclarar.

–¿Por qué tiene mis bragas la mujer del albornoz?

Buena pregunta. Según parecía, la historia no se había aclarado tanto como yo creía. Tenía que dar más explicaciones.

–Las cogió –fue lo único que acerté a decir.

–¿Las cogió? –preguntó la morena del perro.

–Pues, sí, las cogió –repetí. ¿Cómo se lo podría explicar mejor?

–¿Del patio? –preguntó, perpleja, la morena del perro.

–No, me las quitó de la mano.

–¿Qué hacías con las bragas frente a la mujer del albornoz?

Su perplejidad se fue tornando enfado. Era comprensible. Aquella situación era de lo más complicada.

–Fui arriba. No estabas. Ella salió de su casa, me quitó las bragas de la mano y me dijo que te las devolvería –le expliqué atropelladamente, sin respirar.

Respiré profundamente. No había sido tan difícil. Me alegré de haberle podido explicar, finalmente, lo que había pasado.

–¡Pero es muy rara! –exclamó la morena del perro después de reflexionar un rato sobre lo que había dicho.

Yo no sabía qué responder. Inclinó la cabeza y miró al perro.

–¿Por qué tiene mis bragas la mujer del albornoz? –preguntó la morena del perro. No sabía muy bien si me estaba hablando a mí o al perro–. ¿Por qué ella? ¡Es que es rara! Tan rara como la mujer mayor de la peluca torcida, pero más joven.

No sabía qué decir. Ni siquiera estaba seguro de que se estuviese dirigiendo a mí. Ya no estaba enfadada, parecía más bien desesperanzada. Se quedó callada, y yo también.

–Bueno, pues ya está –dijo la morena del perro, abatida, mientras levantaba la mirada del perro para dirigirse a mí.

–Sí –respondí.

De hecho, no había más que hacer. La morena del perro se despidió y llamó al ascensor. Yo le dije adiós y cerré la puerta. De vuelta al sofá, pasé por delante del espejo. Me detuve frente a mí reflejo y dije para mis adentros: «Resulta que sí, que eres el joven de la bicicleta».

El relato El joven de la bicicleta forma parte de la colección de relatos 999 Fuera.