Elizabeth levantó la mirada del libro. Estaba enfadada. El autor la irritaba. No toleraba su uso selectivo de las estadísticas para probar un punto que no era tan sencillo. O sus reivindicaciones sin argumento. O las interminables injurias hacia sus oponentes políticos.
Elizabeth habría abandonado el libro si no fuera porque tenía una buena premisa. Muchos de los argumentos eran atractivos, aunque presentados de manera vulgar y mal justificados. El autor estaba legítimamente enfadado, pero debería haber contenido su enojo.
Antes de volver al libro, Elizabeth tuvo una idea. ¿Por qué no apreciarlo por su valor real? Debía simplemente disfrutar el texto tal como era: el despotrique de un hombre maduro enojado. Debía borrar sus expectativas de argumentación intelectual y disfrutar de la montaña rusa emocional ofrecida por el autor.
Elizabeth volvió al libro, rió en voz alta y disfrutó la lectura como nunca antes.