Apilé los vasos de plástico formando una estructura similar a la de un castillo de naipes. Pinché uno de los vasos con una perforadora, encadené unas bandas de goma, las enhebré a través del agujero del vaso y lo até a mi cabeza, como un sombrero de vaquero. Me miré en el espejo, hice un guiño, disparé a mi reflejo con el dedo índice y soplé el humo. Estaba on fire.
Cogí el resto de las bandas de goma, di cinco pasos alejándome del escritorio y empecé a disparar mi munición a la pila de vasos. Me encantaba tener mi oficina privada. Era tan divertido poder cerrar la puerta y pasar un buen rato mientras nadie me veía.
Había tirado abajo casi todos los vasos cuando el intercomunicador interrumpió mi juego.
—¿Sí? —contesté con la voz severa que uso cuando no quiero ser molestado.
—Señor primer ministro —dijo la voz del intercomunicador—. Lo llama la reina. Dice que es urgente.
—Ah, ya veo —suspiré, pausando un momento—. Bueno, vale, pásamela.