Estaba dando una charla en una reunión de mediodía cuando empezó a llover. La lluvia caía del cielo como derramada de un cántaro.
—Permiso —dije, y me marché de la sala.
Caminé a lo largo del pasillo, escaleras abajo, a través de la recepción y por la entrada principal hasta que me detuve en el centro de la plaza frente a las oficinas.
Me quedé quieto, dejando que la lluvia bombardeara mi cabeza. Disfruté sintiendo las gotas correr sobre mis sienes, cuello, pecho, torso, muslos, espinillas y hasta los dedos del pie.
Después de cinco minutos bajo el chaparrón, volví hacia las oficinas, por la entrada principal, a través de la recepción, escaleras arriba, a lo largo del pasillo y hasta la sala de reuniones.
La reunión estaba en plena marcha con una discusión animada que se detuvo tan pronto como abrí la puerta, caminé hacia la plataforma dejando un torrente de agua detrás de mí y retomé el hilo de la charla donde lo había dejado.