–¿Sabes que hay cosas que se ven mejor en la oscuridad que a plena luz del día? –preguntaste mientras caminábamos por aquel camino de grava sin iluminación.
–No –respondí–, ¿cuáles?
–Fantasmas, gnomos, demonios y ese tipo de cosas –dijiste–, todas las cosas que no toleran la luz del día.
–Pero los fantasmas en realidad no existen –argumenté en contra de mi propia convicción. Me mordí el labio inferior y sentí un escalofrío que me recorrió el espinazo.
No respondiste, pero te reíste por lo bajo.
Seguimos caminando en la oscuridad del otoño. Habíamos estado en una de esas fiestas con hoguera y regresábamos a casa. Mamá y papá habían decidido quedarse un rato más, divirtiéndose con el resto de adultos. Mamá te pidió que me llevaras a casa. Eras tres años mayor que yo y tenías la responsabilidad de llevarme de vuelta a la granja, nuestra casa de vacaciones.
La noche era oscura como boca de lobo. Detrás de nosotros quedaban, apenas visibles, los rescoldos de la hoguera. Al otro lado del fiordo, a lo lejos, se veían las diminutas luces de las granjas. Las luces de las granjas de nuestro lado del fiordo, en cambio, permanecían ocultas detrás del bosque de abedules que las separaba de la carretera. No se veían ni la luna ni las estrellas, pues el cielo estaba completamente nublado. No veíamos por dónde íbamos, pero contábamos con la suerte de que habíamos recorrido el mismo camino tantas veces que podíamos seguirlo con los ojos vendados. Y así lo hicimos, casi literalmente, con los ojos vendados por la oscuridad.
No hablábamos. La noche callaba. Se oía poco más que el crujir de la grava bajo nuestros pies. De vez en cuando, desde la hoguera nos llegaba el débil sonido de una risa, casi imperceptible. Por lo demás, el silencio era absoluto. La oscuridad era total.
Súbitamente, se abrió un claro entre las nubes. El cielo corrió la cortina y la naturaleza nos ofreció un espectáculo maravilloso. La luna apareció en escena e iluminó nuestro entorno. El camino se cubrió de sombras alargadas. Una ráfaga de viento sobrevoló el fiordo, agitando las ramas de los abedules.
Pero el espectáculo se acabo tan rápido como empezó. El claro entre las nubes desapareció. Las cortinas del cielo se cerraron. Y volvimos a estar a oscuras.
–¿Has visto eso? –preguntaste, y me agarraste del brazo para que me quedara quieto.
–No –mentí, porque no sabía qué era lo que había visto. Había visto algo. Algo que se movió a un lado del camino cuando la luna apareció entre las nubes, y que se meció al son del sonido de las ramas.
–Yo tampoco –dijiste, y soltaste una risita.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y se me hizo un nudo en el estómago. Sabía que estabas jugando conmigo. Sabía que estabas probando a asustarme. Yo no quería sucumbir a la mano negra del miedo. Quería olvidar lo que había visto. Probé a no pensar en ello, pero no pude. Estaba casi seguro de que había visto algo moverse a la luz de la luna. Algo que quizá no toleraba la luz del día.
Permanecimos en silencio todo lo que quedaba de camino. Escuché cómo crujía la grava bajo nuestros pies a cada paso que dábamos. Pero, ¿los crujidos venían realmente de debajo de nuestros zapatos? ¿No vendrían de detrás? ¿O de delante, quizá? Era imposible saberlo. Como no veía nada, di rienda suelta a mi imaginación. Escuché todos los sonidos procedentes del bosque de abedules. ¿Había alguien allí? Podía sentir mi corazón latir cada vez más rápido. ¿Seguro que era solo mi corazón lo que oía? El miedo había extendido su malvada garra y se había apoderado de mi cuerpo.
Sentí un gran alivio cuando llegamos a casa y encendimos las luces. Por fin podíamos ver lo que había a nuestro alrededor, al menos en el entorno más cercano. Me sentía mejor, algo más tranquilo, aunque no me había recuperado totalmente de nuestro paseo a oscuras. No podía dejar de pensar en lo que había visto en el instante en el que apareció la luna. No podía evitar darle vueltas a lo que habías dicho sobre las cosas que no toleran la luz del día. No me podía quitar de la cabeza tu risita. Me preguntaba una y otra vez si había visto algo o no.
–Buenas noches –dijiste con una sonrisa una vez nos habíamos cepillado los dientes y nos habíamos preparado para ir a dormir–, felices sueños.
Ibas sonriendo de camino a tu habitación. Sabías que no tendría sueños felices. Sabías que tenía miedo a la oscuridad, y que habías conseguido acrecentarla.
Me di la vuelta y me fui a la cama. No podía dormir. Oía todos los ruidos que se producían en la oscuridad de la casa, y también los de fuera. Los crujidos de las vigas del techo de madera. Las ramas de los árboles rozando las paredes exteriores de la casa.
Sabía que los fantasmas no existían. O eso me decía a mí mismo. Sin embargo, me resultaba imposible no imaginar que había alguien corriendo sobre el techo cada vez que oía crujir una viga. Y cuando oía el roce de las ramas de los abedules, me venía a la cabeza, sin remedio, la imagen de un fantasma merodeando alrededor de la casa y mirando a través de las ventanas. Habías conseguido asustarme. Sentía la presencia de alguien fuera de la casa. Alguien que quería entrar. Y entró. Notaba que había alguien en mi dormitorio. Me quedé completamente inmóvil en la cama, debajo de las sábanas, escuchando latir mi corazón.
De repente, oí un chasquido y, seguidamente, un leve chillido. Mi corazón comenzó a latir más fuerte. Respiré profundamente y traté de calmarme. Lo conseguí a medias. Me incorporé con sigilo y salí de la cama. Caminé lentamente hacia la puerta en busca del interruptor. Encendí la luz. Miré a mi alrededor, y en una esquina pude ver qué había causado el chasquido, primero, y el chillido, después. Había un ratón atrapado en una trampa.
Me agaché y observe al ratón. Me miró con ojos implorantes. Sonreí. Lo liberaría. No debía preocuparse. Los dos ganaríamos. Sujeté al ratón suavemente con la mano y lo solté de la trampa. Me puse en pie y lo acaricié. Sentía el latido de su corazón. El ratón tenía miedo. Igual que yo hacía un rato.
Abrí la puerta y penetré en la oscuridad del pasillo. Caminé de puntillas hacia tu habitación. Abrí la puerta y entré sigilosamente. No podía ver nada de lo oscuro que estaba, pero noté en tu respiración que dormías profundamente. Coloqué el ratón con sumo cuidado en un borde de la cama, volví de puntillas al pasillo y cerré la puerta tan silenciosamente como pude.
Apenas había llegado a mi habitación cuando te oí gritar. Sabía que detestabas los ratones. Tenías tanto miedo a los ratones como yo a la oscuridad. Estábamos empatados. Mi corazón empezó a latir más despacio. Dejé de oír los crujidos de las vigas del techo de madera. Tampoco oía las ramas rozar las paredes de la casa. Caí dormido y tuve sueños felices, con ratones.