Abro los ojos y me quedo mirando al techo. No puedo dormir. Aguzo el oído. El viento aúlla, y provoca un ligero silbido al intentar abrirse camino a través de una grieta que hay entre el cristal y el marco de la ventana.
Cierro los ojos. El viento me traslada a miles de kilómetros al norte y a décadas atrás en el tiempo. Desde mi piso en Barcelona, a través del océano Atlántico, hasta una granja en la costa Este de Islandia. Me siento en la cama y miro fijamente a través de la ventana. No veo nada alrededor, la tormenta de nieve es muy densa. No puedo dormir. Disfruto del calor de la casa, mientras observo la borrasca que baila al otro lado de la ventana. Hay algo en la tormenta que me fascina. Su poder. Su fuerza.
Abro los ojos. Tú estás a mi lado, durmiendo profundamente. Un aura de silencio te rodea. Pareces estar teniendo un sueño agradable. Para ti el viento no es más que una brisa. No conoces las tormentas de nieve. Te he contado muchas historias sobre tormentas, pero no has vivido la experiencia de primera mano. Todavía no. Quizá deberíamos ir a Islandia en pleno invierno. Podría presentarte a la tormenta de nieve.
Cierro los ojos. Mi madre entra en la habitación y se sienta a mi lado en la cama. Contemplamos juntos la tormenta de nieve.
–¿Es por el viento? –pregunta.
–Sí –respondo, y apoyo la cabeza en su hombro. Me abraza y me acaricia la frente.
–No tengas miedo –dice—. Aquí estás seguro. Ahora, duerme.
Me acuesta cuidadosamente en la cama y me obliga a cerrar los ojos acariciándome los párpados. Tumbado, con los ojos cerrados pero despierto, escucho la tormenta.
Abro los ojos. Dos décadas en la costa mediterránea no han sido suficientes para borrar de mi mente la asociación entre los aullidos del viento y la imagen de la tormenta de nieve. Aquí las tormentas son poco frecuentes. Demasiado infrecuentes como para que el viento consiga arrancarme esa asociación de la cabeza. Tendido aún en la cama, mirando al techo, puedo ver la tormenta. Está nevando en mi mente.
Cierro los ojos. Salgo de la cama y camino hasta el salón. Mi abuela está sentada en una butaca al otro lado de la habitación, tejiendo. Levanta la cabeza y deja sus agujas a un lado cuando entro. Camino hasta su butaca.
–¿Es por el viento? –pregunta.
–Sí –respondo, y me subo a su regazo.
–No tengas miedo –dice–. Aquí estás seguro. Ahora, duerme.
Me acaricia la cabeza y comienza a cantar una canción de cuna. Al poco rato, mi abuelo me aúpa, me abraza y me lleva a la cama.
Abro los ojos. Estás despierta. Me miras. Sonrío como si te estuviera pidiendo disculpas por estar despierto.
–¿Es por el viento? –me preguntas.
–Sí –respondo. Te acercas y apoyas la cabeza sobre mi hombro.
–No tengas miedo –dices–. Aquí estás seguro. Ahora, duerme.
Me tomas la mano y la acaricias suavemente.
Cierro los ojos. Tu aura de silencio me rodea. Escucho la tormenta, pero solo oigo una brisa. Por fin, me quedo dormido.