–¿Qué comen los peces?
Me volví sin levantarme de la silla y miré en dirección a la puerta del despacho, desde donde mi compañero me observaba fijamente con mirada interrogante. Su pregunta me había cogido por sorpresa. No sabía cómo reaccionar. ¿Qué comen los peces? ¿Era un acertijo? ¿Era un juego de palabras? ¿Era una pregunta sobre la dieta de las especies marinas en general? La pregunta era simple, pero no entendía a qué venía. No podía imaginar qué había podido motivar aquella pregunta. Supuse que se trataba de una broma extraña.
–¿Eres de Islandia, no? –me preguntó él después de haber abandonado toda esperanza de recibir una respuesta a su pregunta inicial.
–Sí –respondí con indecisión. No comprendía qué tenía que ver que yo fuese islandés con aquella pregunta sobre peces. No parecía una broma, a menos que mi nacionalidad tuviese algo que ver con el chiste.
–En ese caso tienes que saber algo sobre la dieta de los peces –afirmó mi colega. Justo entonces descarté la hipótesis de la broma. Mi colega parecía demasiado serio.
–Pues, creo que depende de cada especie –respondí, no muy convencido–. Creo que algunas especies comen plancton y otras gambas. Tal vez. No lo sé. Debo reconocer que sé poco sobre la dieta de los peces. Mi prioridad es comerlos a menudo, y no saber qué comen ellos.
Mi escaso conocimiento sobre el tema no era una exageración. Si aprendí algo en las clases de biología, ya lo había olvidado todo. Además, estaba sorprendido con la pregunta. Los dos trabajábamos para obtener nuestro doctorado en temas que no tenían nada que ver con la biología: yo en informática teórica y él en lógica matemática. El tema de la dieta de los peces no era algo común en aquel departamento de la universidad.
–Pero los peces de acuario –continuó–, los peces de colores, ¿qué comen?
–Alimento para peces –supuse–. Supongo.
Me sorprendí de lo poco convincente que sonó mi respuesta. Especialmente teniendo en cuenta lo obvia que era. Un lógico no tendría por qué consultar a un informático para llegar a esa conclusión. Me pregunté otra vez si tendría algún truco lógico. Quizá la pregunta no era obvia, y requería una respuesta que tampoco lo fuese.
–Eso pensé yo también –dijo mi compañero, asintiendo con la cabeza.
Nos quedamos en silencio. Él se quedó mirando a través la ventana, con cara de estar pensando profundamente en algo. Estaba claro que la pregunta no tenía ningún truco lógico. Mi colega parecía demasiado serio. Sentía curiosidad por saber qué estaba pasando, porque la situación era de lo más surrealista.
–¿Por qué lo quieres saber? –le pregunté con la intención de saciar mi curiosidad.
–Mi compañera de piso se ha ido fuera de la ciudad unos días y me ha dejado una nota para que me acuerde de dar de comer a los peces –respondió–. Sin embargo, no dice nada sobre qué debo darles, ni cuándo, ni cuánto. No lo sé. No sé que hacer.
Mi compañero parecía verdaderamente desconcertado y desamparado.
–¿Estás seguro de que no ha dejado comida para peces cerca del acuario? –pregunté. Aquella tarea no podía ser tan compleja como a él le parecía.
–La he buscado, pero no he encontrado nada –confesó, y lanzó un suspiro–. ¿Qué aspecto tiene la comida para peces?
Como yo nunca había tenido peces en casa, sabía poco sobre la comida para peces. Recordé que, siendo niño, había visto a un amigo que tenía peces picar unas hojas verdes para dárselas de comer. Era lo único que sabía sobre su cuidado.
–Que yo sepa, la comida para peces es como unas hojas secas y verdes que vienen en un pequeño envase cilíndrico –sugerí, intentando no parecer más informado de lo que estaba realmente.
–Eso pensé yo también –dijo él–. Pero no he encontrado nada parecido alrededor del acuario.
Me asombró la desesperanza que reflejaba su rostro mientras se enfrentaba a aquel problema. Para mí era un auténtico genio, tenía respuesta para todos los problemas de lógica matemática que se le plantearan. Sin embargo, no era capaz de solucionar un problema fundamental sobre el cuidado de mascotas. Decidí ayudarle sugiriendo soluciones obvias.
–¿Por qué no vas a una tienda de animales y preguntas si venden comida para peces? –le propuse, y sentí el mismo bochorno que me invadía siempre en el aula cuando respondía a una pregunta obvia lanzada por el profesor.
–Es una buena idea –admitió él, y por un instante lo vi aliviado, hasta que volvió al estado de desesperanza anterior–. ¿Sabes si hay alguna tienda de animales por aquí?
Hice memoria durante un momento, pero no pude recordar haber visto ninguna tienda de animales en los tres años que llevaba en Ámsterdam. Debo decir en mi defensa que nunca había necesitado ir a una tienda de animales, así que era normal que no recordase ninguna, por mucho que hubiese pasado por delante.
–Ni idea. No recuerdo haber visto ninguna tienda de animales –reconocí–. Ya te he dicho que de peces sé poco. En mi relación con los peces ellos son el alimento, el que come soy yo. Para mí son importantes solo porque forman parte de mi dieta.
–Claro. Entonces, supongo que si me baso en tu experiencia en el tema, la solución más lógica sería que me comiese los peces –concluyó, y sonrió. Era evidente que no estaba demasiado preocupado por no haber dado con una solución razonable.
–El experto en lógica eres tú –le dije–. No voy a argumentar en contra de tus conclusiones sobre este tema. De todas maneras, quizá deberías buscar en Google una tienda de animales antes de preparar la cena.
–¡Gracias! Ya se me ocurrirá algo –dijo mientras salía de mi despacho–. En el peor de los casos, puede que encuentre una buena receta de peces de colores.
*****
–¡Tachán! ¿Qué es esto?
Me volví sin levantarme de la silla y miré en dirección a la puerta del despacho, desde donde mi compañero me miraba sonriente con un envase cilíndrico en la mano. A primera vista, parecía contener perejil seco.
–¿Perejil seco? –dije.
–¿Comida para peces? –me preguntó, y me dio el envase.
–No, es perejil seco –repetí.
–¿Estás seguro de que no es comida para peces? –preguntó de nuevo, y la sonrisa desapareció de su semblante.
–Sí, estoy seguro. Muy seguro. Es una especia que se utiliza para aderezar el pescado antes de ponerlo al horno. No se usa para dar de comer a los peces.
–Suponiendo que se lo hubiera dado a los peces, ¿les haría daño?
Nuevamente, no tenía la experiencia necesaria para responder a su pregunta. De hecho, dudé de que hubiese alguien con la experiencia necesaria para responderla. Por el momento.
–No lo sé –contesté–. Lo que sí sé es que el perejil seco es ideal para asar el pescado al horno. ¿Les has dado perejil a los peces?
–Eh, sí –respondió balbuciendo.
–¿Por qué?
Por poco se me escapó la risa. Menuda mala fortuna. Por suerte, cuando vi que él no compartía mi alegría, me pude contener.
–Me fui a casa pensando en la descripción que hiciste de la comida para peces. Busqué en la casa un envase cilíndrico con hojas secas picadas, y esto fue lo único semejante que encontré.
–¿Encontraste el envase cerca del acuario? –pregunté.
–Bueno, no exactamente cerca del acuario. Estaba en un armario de la cocina.
–¿Entre la sal y la pimienta, tal vez? –pregunté, y no pude evitar sonreír.
–Pues, no exactamente entre la sal y la pimienta –respondió él–, pero en el mismo lugar. Bueno, en el mismo estante.
–¿No pensaste que si el envase estaba en el mismo estante que la sal y la pimienta, las hojas podrían ser un condimento para usar en la cocina?
–No, realmente no lo pensé. Supongo que estaba tan dispuesto a encontrar comida para peces que no pensé en eso.
–Vale. ¿Les has dado perejil a los peces?
–Sí –contesto, bastante incómodo. Parecía que se estaba dando cuenta de que había cometido un grave error.
–¿Se lo han comido?
–Como si fuesen caramelos –respondió sonriendo, como evocando un agradable recuerdo del pasado.
–¿Y aún están vivos?
–Pues, sí, cuando he salido de casa este mañana, al menos, sí.
–¿No flotaban boca arriba cerca de la superficie?
–No, no flotaban boca arriba cerca de la superficie.
–¡Qué interesante! –exclamé–. Puede que, después de todo, el perejil sea un buen alimento para los peces. De todas maneras, si yo fuera tú, buscaría en Google una tienda de animales. No sea que el consumo continuado de perejil tenga inesperados efectos secundarios en los peces.
–Lo haré. Muchas gracias por el consejo –dijo, y salió de mi despacho con un bote de perejil en la mano y una sonrisa en el rostro.
*****
–¿Es normal que los peces cambien de color?
Me volví sin levantarme de la silla y miré en dirección a la puerta del despacho, a donde mi compañero había acudido por tercer día consecutivo con una pregunta sobre peces. Aunque ya me estaba acostumbrando a que me hiciera preguntas raras, esa era aún más rara que las anteriores.
–¿Perdona? –pregunté para asegurarme de que le había oído correctamente.
–¿Es normal que los peces cambien de color?
Lo más seguro era que lo hubiese oído bien. Al menos, había oído lo mismo dos veces. Me acordé del perejil y no pude menos que imaginar peces de color verde piruleta nadando en una pecera.
–Pues creo que hay animales marinos que cambian de color para asemejarse al entorno a fin de evitar que otras especies marinas las devoren –respondí, aunque sabía que su pregunta no era sobre la capacidad de mimetismo que poseen algunos animales marinos.
–Me refiero a los peces de colores. ¿Es normal que cambien de color? ¿De amarillento a verdusco?
–Peces de color verde. ¿Quieres decir que los peces que comieron perejil han cambiado de color? –pregunté, e intenté reprimir la risa que tenía a punto de estallar dentro mí–. ¿Se han vuelto verdes?
–Pues, sí –respondió nervioso mi colega.
–¿Pero están vivos todavía?
–Sí, están vivos. Pero ahora son verdes.
Otra vez tuve que admitir que mi nivel de conocimiento no estaba a la altura de aquel problema.
–Debo admitir que mi experiencia sobre los efectos de alimentar a los peces con perejil es bastante limitada. No te puedo decir si ese cambio de color es una reacción normal o no –dije con una cara tan seria como pude–. Lo que sí puedo confirmar es que el pescado al horno aderezado con perejil no cambia de color. Al menos no se vuelve verde.
–Ah, bueno –fue lo único que mi colega pudo decir antes de salir de mi despacho y volver al suyo.
*****
–¿Tienes Sipser?
Me volví sin levantarme de la silla y miré en dirección a la puerta del despacho, a donde mi compañero había acudido de nuevo con otra pregunta. Necesité unos segundos para entenderla. Era extrañamente normal. Era bastante clara, no era sobre peces que comen perejil o cambian de color. Además, era una pregunta razonable en un lugar habitado principalmente por matemáticos, lógicos e informáticos teóricos.
–¿Te refieres al libro Introducción a la Teoría de la Computación, de Michael Sipser? –pregunté para asegurarme de que lo había oído bien y de que no era una pregunta con algún vínculo oculto con la dieta de los peces ni con su metamorfosis.
–Sí –me confirmó él–. Necesito buscar una definición.
Le di el libro y le dije que podía llevárselo a su despacho y devolvérmelo una vez hubiese terminado. Me dio las gracias y se dirigió a la puerta.
–Entonces, ¿cómo fue la cosa con los peces de colores? –le pregunté antes de que saliera del despacho–. ¿Sobrevivieron al perejil?
–Pues, sí –respondió–. Estuvieron verdes una semana. Mi compañera de piso se llevó un susto enorme cuando volvió. Pensó que había matado a los peces y que los había reemplazado por otros verdes.
–¿Pero se han recuperado?
–Sí, han vuelto a su color amarillo original.
–¿Le preguntaste por la comida?
–Pues, sí –contestó y se sonrojó un poco. Parecía que no quería alargarse mucho en la respuesta.
–¿Y? –lo alenté para que me contara la historia.
–Pues resulta que la caja de comida estaba encima de la nota que dejó. Yo pensé que era algún tipo de especia, y lo puse en la nevera.
–¿En la nevera?
–Pues, sí –respondió, y, después de hacer una pausa, añadió–: Por cierto, ¿cómo vas con el límite superior del algoritmo que estabas estudiando la semana pasada?
Sonreí. Al parecer, mi colega ya había tenido suficientes conversaciones sobre peces.