Sacudí las gotas de lluvia de mi chaqueta antes de sentarme junto a una de las ventanas del casi vacío café. Mis planes habían cambiado. Después de una semana de reuniones quería disfrutar del aire libre. Había planeado emplear el fin de semana en caminar por el centro de Cracovia. Quería conocer la ciudad y hacer fotos. Pero los cielos tenían otras intenciones. El tiempo no estaba de mi parte.
–¿Co dla Pana?
Miré a la camarera que se había dirigido a mí. Imaginé que había preguntado si quería tomar algo, qué podía traerme o algo parecido.
–Disculpe, no hablo polaco –respondí en inglés.
–Ah, he preguntado si quieres tomar algo –dijo en inglés–. Creía que eras polaco. Tienes cierto aire de polaco.
Pedí un café con leche y un cruasán. Miré a través de la ventana y vi que había un mercado en la plaza, al lado del café. Llovía a cántaros. Había poca gente en la feria y yo era el único cliente del café. Saqué un bolígrafo y un cuaderno de mi mochila. Quería describir el ambiente de la plaza, solo por matar el tiempo. Tal vez podría escribir un pequeño relato.
–¿De dónde eres? –me preguntó la camarera cuando me trajo el café y el cruasán.
–De Islandia –respondí–, Reikiavik.
–Oh, Islandia –dijo con voz soñadora, mirando a la plaza a través de la ventana–. He oído que el paisaje islandés es precioso. Hay muchos polacos que han ido allí a trabajar.
La camarera me deseó buen provecho y volvió a la barra. Mordí el cruasán y di un sorbo al café. Miré alrededor, primero a la plaza y después a la cafetería, que estaba medio vacía. Buscaba inspiración para mi relato.
Sonaba música. Estaba muy alta y se mezclaba con las conversaciones que las dos camareras mantenían a través de sus móviles. No comprendí lo que decían, pero las conversaciones eran bien diferentes. Imaginé que la camarera que me había servido discutía con su madre, mientras la otra hablaba con su novio. La una gritaba, mientras la otra hablaba con suavidad, se sonrojaba de vez en cuando y reía tímidamente.
–Te he dicho muchas veces que no voy a volver –gritó la camarera que me había servido, y colgó el teléfono. Estaba harta de que su madre insistiera en que volviese al pueblo. No quería volver. Ya lo había decidido. Se quedaría aquí, en Cracovia, y ahorraría dinero para dar la vuelta al mundo, o al menos viajar a alguna de las grandes ciudades de Europa. Su madre todavía esperaba que volviese al pueblo y se casara con el hijo del sacerdote. Sin embargo, ella ya había tomado su decisión. No se casaría con él. Su relación había terminado. Ya no tenían nada en común.
Habían sido buenos amigos cuando eran niños, ella y el hijo del sacerdote. Habían jugado juntos. Habían tenido las mismas fantasías. Habían decidido dar la vuelta al mundo juntos. Habían pasado horas y horas soñando con ciudades lejanas en continentes lejanos. El mundo era suyo e irían a explorarlo. Sus fantasías habían comenzado en las grandes ciudades de Polonia: Cracovia y Varsovia. A menudo, se tumbaban en los campos de las afueras del pueblo y se inventaban historias sobre su vida en las grandes ciudades. Después, empezaron a soñar con viajes a las grandes urbes europeas: Londres, Berlín y París. Se quedaban horas en la biblioteca de la escuela leyendo libros sobre lugares de otros países. Gradualmente, sus mentes comenzaron a viajar a sitios aún más lejanos: América y Asia. Sus sueños no tenían fronteras.
Con los años se fueron distanciando. Ella continuaba soñando con lugares lejanos. Él pensaba en su entorno más cercano. Había decidido seguir el camino de su padre y quería ser el sacerdote del pueblo. El mundo había dejado de llamarlo, el sacerdocio se convirtió en su vocación. Dejó de soñar con el mundo. Su mundo era la gente del pueblo y su relación con Dios. Intentó convencerla para que se quedase a su lado, para que fuese la mujer del sacerdote, pero dejó de insistir cuando se dio cuenta de que jamás lo lograría.
Dejé de escribir. Me preguntaba si los sacerdotes católicos podían casarse o no. Algo me decía que no. Escribí una nota para acordarme de buscarlo en Internet cuando volviera a casa. No estaba seguro de que aquella historia fuese a llevarme a ninguna parte. Puse la tapa al bolígrafo y dirigí la vista hacia la plaza. La lluvia seguía arreciando. Unas pocas personas se habían acercado al mercado a comprar comida para la cena. Los vendedores se protegían bajo sus tiendas y discutían sobre el tiempo, o al menos eso creía yo. No parecía que la lluvia fuese a remitir. Así que no tenía otra cosa mejor que hacer que continuar escribiendo. Miré en dirección a la barra. Había solo una camarera, la que me había servido el café, la que hacía un momento hablaba enfadada por teléfono. No había nadie más. La camarera mataba el tiempo abrillantando la barra.
La noche antes de su decimoctavo cumpleaños había metido las cosas más esenciales en una maleta. Antes del amanecer se escabulló de la casa sin que nadie la viera. Había escrito una carta a sus padres. Les decía que iba a ver mundo, que no se preocupasen, que ya era adulta y que podía cuidarse sola. También les dijo que los llamaría.
Llegó a Cracovia poco antes del mediodía. Empezó a buscar trabajo enseguida, ahora en un restaurante, luego en otro. Había oído que los restaurantes y los cafés eran los mejores lugares para encontrar trabajo. Sin embargo, buscar trabajo no era tan fácil como ella había imaginado en sus sueños. Nadie quería dar empleo a una chica de pueblo sin ninguna experiencia. Había salido ilusionada de casa pero, durante el transcurso del día, se dio cuenta de que encontrar trabajo le iba a llevar algún tiempo. Aun así, no perdía la esperanza. Estaba segura de que se las arreglaría. Había ahorrado el dinero suficiente para dormir un par de noches en el hostal más barato de la ciudad. Un par de noches le bastarían para encontrar trabajo. Un trabajo. Cualquier trabajo.
Al día siguiente continuó la búsqueda. Dejó de preguntar en los restaurantes y se centró en bares y cafés. Durante la mañana visitó los bares y cafés más lujosos. Pero poco a poco fue bajando el nivel y acabó yendo a los menos elegantes. De esa manera, antes de que acabara el día consiguió un trabajo como lavaplatos y camarera en un oscuro bar del centro.
La jornada era larga. El sueldo bajo. Apenas podía ganarse la vida. Comía el pan viejo y los sobrantes que desechaban en el bar al final del día porque no se podían vender.
Así pasó sus primeras semanas fuera del pueblo. Su vida en la ciudad no se parecía en nada a lo que había soñado. Aun así, conservaba la esperanza. Pensaba que era el comienzo de una nueva vida. Una vida que mejoraría con el tiempo.
Había pasado un año, y era su decimonoveno cumpleaños. Lo celebraba en soledad. Había perdido la cuenta de los bares y cafés donde había trabajado. Había conseguido ascender en el escalafón de la hostelería y ahora trabajaba en un café respetable. Estaba lejos de cumplir el sueño de viajar por el mundo, pero no había perdido la esperanza, mantenía aquel sueño vivo. Iría a Berlín, Londres o París tan pronto como pudiese.
Llamaba a sus padres una vez por semana para decirles que estaba bien. Tenía mucho cuidado en no decirles dónde estaba o en qué trabajaba. Quería mantenerlos a una distancia prudencial. Todas las llamadas acababan en una discusión con su madre, que quería que volviera al pueblo. Pero ella se mantenía fiel a su sueño. No regresaría. Iría a explorar el mundo. Y así acabó también la llamada de aquel día.
Se sentó detrás de la barra y miró a través de la ventana. Llovía a cántaros. El café estaba casi vacío. El único cliente era un extranjero con gafas, patillas y perilla que se había sentado junto a la ventana. Escribía frenéticamente. De vez en cuando levantaba la vista del cuaderno, miraba a su alrededor y daba un sorbo al café antes de continuar escribiendo. Cuando entró, pensó que era polaco, pero no la entendió cuando le preguntó qué quería tomar. Al parecer era islandés. Le pareció curioso. En ninguno de sus sueños había fantaseado con ir a Islandia. Había oído historias sobre compatriotas que habían encontrado trabajo en aquella remota isla misteriosa. Pero Reikiavik no sonaba tan atractiva como Berlín, Londres o París. De todas maneras, pensó que también podría ser una opción. Se preguntó si debería pedirle la tarjeta de visita por si algún día necesitaba su ayuda para encontrar trabajo en Reikiavik.
–¡Has cambiado mucho!
Miró al cliente que había entrado al café sin que ella lo hubiese notado. Apenas podía creer lo que veían sus ojos. Él también había cambiado mucho. Tenía barba y gafas. Parecía más viejo. Se había hecho un hombre, en cierto modo. Parecía más un sacerdote que el hijo de un sacerdote.
–Tú también has cambiado –respondió tímidamente, y sintió cómo se ruborizaba.
Sonreían nerviosos. Se sentían avergonzados. Ellos, que de niños jugaban juntos todos los días. Ellos, que se conocieron el uno al otro mejor que nadie.
–Me voy a París –dijo él, ajustándose las gafas.
Ella lo miró fijamente, sin saber si reír o llorar. Había deseado tanto oír esas palabras –si bien en otro contexto–: ir juntos a París.
–Quiero que vengas conmigo –continuó él, y sonrió con torpeza.
Ella no sabía qué decir. Había transcurrido tanto tiempo desde aquellos días en los que pasaban el rato tumbados en el campo soñando con viajar a París.
–Me voy a un seminario de París. Quiero que vengas conmigo. Tengo un piso pequeño que me ha conseguido el colegio.
Ella sonrió. Se había hecho mayor y había madurado, pero en el fondo era un inocente chico de pueblo.
–¿Y qué crees que va a pensar la gente del seminario cuando llegues con una chica? ¡Tú, un aprendiz de sacerdote soltero!
Él no respondió enseguida. Parecía perplejo. Era evidente que no había pensado en eso. Apartó la mirada y clavó los ojos en las botellas que había detrás de la barra, como si creyera que iba a encontrar la respuesta en una de ellas. La chica negó con la cabeza, esperó la respuesta y abrillantó la barra un poco más. Se quedaron en silencio.
–Les diré que eres mi hermana. Les diré que me acompañas para ayudarme mientras estudio. Para lavar mi ropa, hacer la comida y esas cosas.
Él la miró de nuevo. Tan inocente. Tan seguro.
–No funcionará. Es mejor que vayas solo –dijo ella con un nudo en la garganta. Miró para otro lado, y se secó la lágrima que le había brotado del ojo. No podía ir con él. Así no.
–Aquí tienes mi dirección de Paris, por si cambias de opinión. Cogeré el tren mañana por la mañana.
Le entregó una tarjeta de visita. Le temblaba la mano.
–Puede que te escriba una postal –dijo ella, y forzó una sonrisa.
Lo dijo para justificar el haber aceptado la tarjeta. No quería que él interpretase que estaba pensando aceptar su propuesta. No quería darle falsas expectativas.
Él dijo adiós y salió del café. Tan pronto como se fue, sintió que las emociones anegaban su cuerpo. Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. No podía detenerlas. Pensaba en los tiempos en que soñaron con explorar el mundo juntos. Aquella fantasía nunca había estado tan cerca como entonces de convertirse en realidad. Aun así, parecía algo lejano. Deseaba que el sueño se cumpliera, pero en el fondo sabía que eso no iba a ocurrir. Habían crecido separados el uno del otro. Él todavía era un chico de pueblo. Ella era ahora una mujer de ciudad. Eran demasiado diferentes.
Levanté la mirada del cuaderno y contemplé la plaza. Ya no llovía. Era el momento de llevar a cabo el plan de pasear por la ciudad. Podía seguir escribiendo más tarde. De hecho, dudaba de si había suficiente material como para escribir un relato. Sabía muy poco sobre la vida de los seminaristas de pequeños pueblos polacos. No me resultaría nada fácil conseguir que la historia pareciese real. Así pues, metí el cuaderno en la mochila y fui a la barra para pagar la cuenta.
–Aquí tienes mi tarjeta de visita –dije después de pagar–. Puedes llamarme si decides probar suerte y buscar trabajo en Reikiavik.
Yo mismo me quedé asombrado por lo que acababa de hacer. Fue algo espontáneo, no sabía por qué lo había hecho. Puede que tuviese problemas para distinguir la realidad de la fantasía sobre la que había estado escribiendo.
Vio al extranjero salir del café y caminar a través la plaza. Había dejado de llover. Echó un vistazo a la tarjeta de visita. Se preguntaba si debía aceptar la oferta. Puede que aquella fuera, por fin, su gran oportunidad para explorar el extenso mundo. En el peor de los casos, podría vivir con él algunos días mientras buscaba un trabajo y su propio hogar. Guardó la tarjeta en el bolsillo. Tenía que consultar la idea con la almohada.