Me senté en uno de los bancos de Vondelpark. El sol brillaba con fuerza. Me sequé el sudor de la frente. Hacía poco que había abandonado el verano islandés y me había trasladado al otoño de Holanda. El otoño era considerablemente más caluroso que el verano. Me era difícil soportar el calor. Al haber vivido los primeros veinticuatro años de mi vida en Islandia, mi cuerpo no estaba acostumbrado a aquel bochorno.
Llevaba un cuaderno en una mano y un bolígrafo en la otra, porque tenía la intención de escribir un guión sobre la vida en los parques de Ámsterdam. No obstante, mi mente estaba vacía. De mi cabeza no surgía ni una sola frase. Y el cuaderno estaba igualmente vacío. ¿Qué me podía estar causando aquel bloqueo de escritor? ¿El calor? ¿O mi reciente agitación mental? De hecho, había habido cambios importantes en mi vida, y sí que estaba un poco agitado.
Acababa de comenzar un nuevo capitulo vital. Un capítulo que esperaba que fuera más rico en contenido y en creatividad que la página en blanco que tenía delante. Un capítulo de contrastes. Era el primer otoño del nuevo milenio. Había dejado atrás la escasamente poblada Islandia y me había trasladado a la densamente poblada Holanda. Hacía pocos meses que me había graduado en Lógica Matemática, y ahora empezaba un curso de rodaje. Había cambiado el mundo científico por el mundo de la imaginación. Lo mío no era lo que se dice un estereotipo de trayectoria educativa normal.
–Het is nog steeds vrij warm hoor!
Levanté la vista del cuaderno y miré al hombre que se había sentado junto a mí. Hablando de estereotipos. Supuse que aquel hombre era de allí, aunque no se asemejara a lo que se vendría a llamar un holandés estereotípico, alto, delgado y rubio: era más bien bajo y rechoncho, y no tenía pelo; además, le caían gotas de sudor por la calva. Se sentó a mi lado para recobrar el aliento. Había estado haciendo footing.
–Discúlpeme, no hablo holandés –le dije en inglés. Estaba seguro de que había dicho algo sobre el calor, pero no entendí nada más.
–Oh, solo he dicho que todavía hace calor –repitió el holandés, esta vez en inglés.
–Sí, hace calor –asentí.
Nos quedamos en silencio, mirando el parque. Yo con mi mente vacía. Él con su alopecia. Él intentando coger aire para llevárselo a los pulmones. Yo intentando captar el espíritu del parque para trasladarlo a mi guión.
–¿De dónde eres? –me preguntó el holandés.
–De Islandia.
El holandés arqueó las cejas y asintió con la cabeza, parecía sorprendido.
–¡Ostras! Si la memoria no me falla, es la primera vez que me encuentro con alguien de Islandia –exclamó el holandés, asintiendo aún con la cabeza, como si estuviera convenciéndose de que había topado, verdaderamente, con un espécimen de aquella especie tan rara llamada «islandesa»–. ¿Conoces a Björk?
¿Qué? Dudé un momento. ¿Qué tipo de pregunta era esa? Sabía perfectamente que Björk era una persona conocida en todo el mundo pero, igualmente, seguía pensando que aquella pregunta era de lo más extraña. Era como si yo le preguntase a él si conocía a Ruud Gullit, cosa harto improbable.
–Pues, no. Es decir, sí. Pero, no –le respondí con torpeza–. No personalmente. No a ella.
Por supuesto que conocía a Björk. Mi hermana se llama Björk. No conocía a «la» Björk. Solo conocía «una» Björk. No a la cantante. No personalmente.
–Entonces, ¿no es verdad que en Islandia os conocéis todos?
–No, no es así –respondí, pensando en todos los islandeses que no conozco–. Ni siquiera es verdad que nos conozcamos casi todos.
–Ah –fue lo único que dijo el holandés, y después arqueó de nuevo las cejas. Parecía decepcionado por que yo no hubiese confirmado el mito de la pequeña y estrechamente tejida red social islandesa.
–Aun así, nos conocemos bastantes –continué–, pero… –vacilé, y me pregunté a dónde quería ir a parar con aquel argumento. El holandés asentía con la cabeza, esperando a que continuara–. Pero supongo que aquí, en Holanda, pasa lo mismo –dije sonriendo–. Además, aquí sois más los que os conocéis.
Estaba contento con mi respuesta. Había sido bastante divertida; si no divertida, al menos sí ingeniosa.
–No, no lo creo –dijo el holandés, serio.
Nos quedamos en silencio de nuevo. Yo estaba desconcertado por la falta de reacción del holandés ante mi ingenioso comentario. Tal vez no lo había interpretado bien. O puede que, simplemente, el comentario no fuera tan gracioso como yo creía. Dudé por un momento en continuar la conversación, y después decidí volver a mi guión; o, mejor dicho, a la página en blanco que se suponía que iba a convertirse en mi guión. Había llegado el momento de escribir al menos la primera palabra. Miré alrededor, en busca de inspiración. Se podría decir que para escribir un guión sobre los parques de Ámsterdam no había mejor fuente de inspiración que un parque en Ámsterdam. Sin embargo, a mi bolígrafo no le daba la gana de escribir.
–Pero, dime –me requirió el holandés animadamente, con cara de haber recordado algo extraordinario–, ¿es verdad que los islandeses creéis en los elfos?
–Sí –le respondí vacilante. Tampoco me esperaba esa pregunta. ¿Eran realmente Björk y los elfos los símbolos de Islandia a los ojos del resto del mundo?
–¿De verdad? –preguntó el holandés, inquisitivo–. ¿Todos?
–No, todos tal vez no –le respondí, intentando recordar si había visto alguna estadística sobre el porcentaje de islandeses que creen en los elfos. No saqué nada en claro. Sí que había visto algún recuento, pero no recordaba siquiera los porcentajes aproximados. No era un tema popular en Islandia. A los encuestadores islandeses les interesaban los temas más serios, tales como el apoyo de los ciudadanos al Gobierno y la entrada de Islandia en la Unión Europea.
–¿Y tú? –me preguntó el holandés, sonriendo–. ¿Tú crees en los elfos?
Dudé un instante. Pensé que aquella pregunta exigía cierta reflexión. Había vivido veinticuatro años en Islandia sin tener que decidir si creía o no en los elfos. Nunca había surgido la ocasión. Jamás había tenido que mover grandes rocas ni excavar túneles en la montaña –actividades que afectaban a los supuestos hábitats de los elfos y que, por lo tanto, podían requerir interactuar con ellos–. De hecho, si ni siquiera sabía si Islandia debía entrar en la Unión Europea, cómo iba a saber si los elfos existían o no.
Me sentí un poco abrumado por el hecho de tener que decidirme. En la vida me había ocurrido nada que me sugiriese que los elfos existían. Pero tampoco me había pasado nada que me aportase fundamentos para argumentar lo contrario. Tal vez con los elfos ocurría como con los pingüinos. El hecho de no haber visto ninguno no significaba que no creyera en su existencia. Aunque quizás elfos y pingüinos no eran comparables. Sea como fuere, tenía que decidirme. Tenía que responder a la pregunta del holandés. Creer o no creer –en elfos–, esa era la cuestión.
–Sí –respondí firmemente, más por instinto que por convicción–. Y el sentimiento es mutuo: los elfos también creen en mí.
No entendía de dónde había sacado aquella ocurrencia. Fue algo que me vino a la mente de manera espontánea.
–¿En serio? –El holandés parecía extrañado–. ¿Por qué?
¿Por qué? Muy buena pregunta. Dado que mi respuesta se basaba más en la intuición que en un razonamiento minucioso, no estaba preparado para argumentarla.
–¿Por qué no? –contesté, sabiendo a ciencia cierta que responder con una pregunta no es dar una respuesta satisfactoria–. Creer en elfos no hace ningún daño; además, puede ser divertido.
De repente me acordé de una reciente noticia sobre unos niños que cantaron a los elfos en un acto de reconciliación. Un grupo de trabajadores había estado haciendo estallar rocas en la ladera de una montaña, cerca de un pueblo pesquero del noroeste de Islandia. La intención era construir un muro para proteger a los habitantes de las avalanchas. Pero algo fue mal y montones de fragmentos de roca cayeron sobre el pueblo. Un profesor de la escuela insistió en que el accidente lo habían provocado los elfos, enfadados por la destrucción de su hábitat. Consiguientemente, el profesor fue con sus alumnos hasta el lugar donde se estaban realizando las obras, organizó un concierto y los niños cantaron para los elfos. A mí me pareció un gesto muy bonito. Con independencia de que los elfos existan o no.
–Pero no tiene ningún sentido –dijo el holandés–. ¿Cómo puedes creer en cosas que no tienen sentido?
Me preguntaba si habría alguna manera de satisfacer a aquel hombre. Primero se decepcionó porque eché por tierra el mito sobre la baja densidad de la red social islandesa. Y ahora estaba decepcionado porque acababa de confirmar la leyenda de que los islandeses creen en elfos. Tenía que buscar una respuesta convincente. Podía jugar con el argumento de los pingüinos, pero probablemente aquel holandés ya había estado en Sudamérica o en un parque zoológico. Por tanto, quizás hubiera respondido fácilmente a la pregunta sobre la existencia de la misteriosa y sobrenatural especie de los pingüinos. Así que decidí coger otro camino.
–Yo creo que es como creer en la familia real –argumenté, e inmediatamente me di cuenta de que tal vez había elegido un tema demasiado controvertido.
–Pero eso es diferente –exclamó el holandés–. La familia real existe. Creer en los elfos no sirve de nada.
El holandés estaba en lo cierto: la familia real existe, sin ninguna duda; y creer en los elfos no tiene ningún propósito funcional, no al menos en los tiempos modernos, donde las creencias están basadas en los hechos y en la razón. Pero aquello me tocó la fibra. Por alguna razón, sentía que debía defender a los elfos. Sentía la obligación de defender la imaginación frente a la funcionalidad, de abogar por mi presente frente a mi pasado, de salir en defensa de la alegría del mundo imaginario e ir en contra del utilitarismo del mundo real.
–¿No podríamos decir lo mismo sobre la realeza? –pregunté–. ¿Creer en la familia real sirve para algo?
El holandés no respondió enseguida. Me preguntaba si había ido demasiado lejos. Quizá la utilidad de la familia real fuera un tema peliagudo.
–La familia real sí que sirve para algo –respondió el holandés, después de reflexionar un momento–: la familia real es un símbolo de la unidad de la nación.
Conocía muy bien aquel argumento, lo utilizábamos en Islandia para referirnos al presidente del Gobierno, cuyo rol era comparable al de una monarquía electiva.
–Pero, ¿no pueden los elfos cumplir la misma función? –dije, pensando todavía en el presidente islandés–. ¿Acaso no pueden ser también los elfos un símbolo de la unidad nacional?
Había dado en el clavo, parecía que había cierto paralelismo entre aquellos dos conceptos que, aparentemente, no tenían ninguna relación.
–Pero, además –exclamó él–, la familia real es el símbolo del pueblo holandés para el resto del mundo.
No pude evitar sonreír. El holandés, sin darse cuenta, me había puesto en bandeja otra semejanza entre elfos y reyes. Por lo que yo pude entender de aquella discusión, los elfos –y Björk– eran para el resto del mundo símbolos de la nación islandesa.
–En el caso de Islandia –dije sonriendo–. Los elfos son también el símbolo del pueblo islandés para el resto del mundo.
Luego, me puse en pie y dije adiós al corredor holandés. Me fui a buscar otro banco con la intención de avivar aquella inspiración sobrevenida y escribir un pequeño guión sobre los parecidos entre los elfos y la realeza en la sociedad moderna.